Porque
lo primero que destruyó la Segunda República fue el empleo, ya que una de las
primeras medidas del Gobierno provisional fue cancelar todas las obras públicas
comenzadas por Primo de Rivera, como los ambiciosos planes de embalses,
carreteras (el Circuito Nacional de Firmes Especiales, que contemplaba una
primera fase de 7.000 kilómetros de modernas vías), ferrocarriles, puertos y
paradores nacionales.
Pero
tan solo un mes después se iba a escribir el primer capítulo de las
destrucciones por las que la República iba a pasar a la historia: las
materiales. El 10 de mayo, cuando aún no había pasado un mes desde el gozoso
parto del nuevo régimen, comenzaron en Madrid los incendios y destrucciones de
iglesias y conventos. La chispa se prendió durante la inauguración del Círculo
Monárquico en la calle Alcalá con la presencia de Juan Ignacio Luca de Tena,
director del ABC. Sonó la Marcha Real, comenzaron los insultos y se acabó a
golpes y tiros allí y frente a la sede de dicho periódico. El ministro de la
Gobernación, el exmonárquico Miguel Maura, pretendió desplegar a la Guardia
Civil pero se encontró con la oposición del presidente Alcalá-Zamora y de
Manuel Azaña, ministro de la Guerra. Vista la inacción gubernamental, las masas
izquierdistas comenzaron a incendiar edificios religiosos. Con letras de oro
pasaron a los anales las palabras de Azaña: “Todos los conventos de España no
valen la vida de un republicano. Si sale la Guardia Civil, yo dimito”. En dos
días ardieron, entre conventos, iglesias y colegios, una decena de edificios
religiosos; y entre otros muchos objetos valiosos, los 20.000 volúmenes de la
biblioteca del Instituto Católico de Artes e Industrias y los 80.000 de la Casa
Profesa de los jesuitas.
La
furia destructora se contagió a otras ciudades, sobre todo en Levante y
Andalucía. La ciudad más afectada fue Málaga, cuyo gobernador militar, el masón
Juan García Gómez-Caminero, dejó hacer a los vándalos e inmovilizó a los
agentes del orden. “Ha comenzado el incendio de iglesias. Mañana continuará”
fue el telegrama que envió a Azaña. Llegaría a general de división y a
Inspector General del Ejército.
El
balance final de las jornadas de mayo de 1931 fue un centenar de edificios
religiosos destruidos; varias bibliotecas y archivos incendiados; varios
cementerios profanados; cientos de obras de arte –cuadros, retablos,
esculturas– quemadas, destrozadas o robadas; numerosos comercios asaltados;
varios dirigentes monárquicos detenidos; varios periódicos derechistas
asaltados; El Debate y el ABC, dos de los diarios más vendidos de España,
suspendidos por el Gobierno; cuantiosos heridos y una decena de muertos.
La
prensa de izquierdas lo celebró como manifestación de la sana indignación del
pueblo contra las provocaciones de curas, monárquicos y demás reaccionarios,
que, al parecer, pasaban a carecer de derechos políticos en el nuevo régimen.
He aquí el editorial de El Socialista del 12 de mayo:
La
reacción se destruye a sí misma (…) La ofensiva antirrepublicana, de
indiscutible táctica fascista, comenzó, sin embargo, bastante burdamente. El
resultado de esa ofensiva, que es a todas luces un gran disparate, está
reflejado con máxima elocuencia en los conventos e iglesias que han ardido (…)
Quien pretenda hostigar, saliendo a la calle bien armado, a un Gabinete como el
que hoy rige los destinos de España, actuará, antes que contra el Gobierno,
contra el Pueblo (…) La reacción ha visto ya que el pueblo está dispuesto a no
tolerarla. Han ardido conventos. Ésa es la respuesta de la demagogia popular a
la demagogia derechista. Nada hubiera sucedido sin la provocación, torpe y
suicida, de periódicos y gentes tan apegados al latifundio y a la reacción que
no merecen la libertad que hasta aquí se les dio.
Tres
años después llegaría el segundo capítulo: la revolución socialista de octubre
de 1934, que dejaría a su paso cerca de dos mil muertos. Aunque las
destrucciones y crímenes salpicaron a toda España, Asturias concentró la mayor
parte de ellos. Por lo que se refiere al clero, fueron asesinados treinta y
cuatro sacerdotes, monjes y seminaristas, y fueron incendiados cincuenta y ocho
edificios religiosos. Singular importancia tuvo la voladura de la Cámara Santa
de la catedral de Oviedo, con la que se destruyeron extraordinarias obras de
arte, reliquias y objetos históricos de muchos siglos de antigüedad. También
dinamitaron la antigua Universidad de Oviedo y quemaron su biblioteca, una de
las más importantes de España.
Pero
lo más grave, con gran diferencia, estaba aún por llegar, pues tras la victoria
fraudulenta del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 se desató
el caos en toda España. Los diarios del presidente Niceto Alcalá-Zamora son una
fuente, aunque no exhaustiva, insuperablemente autorizada para conocer su
magnitud: desorden general, inaplicación de la ley; impunidad de los
delincuentes; apoyo de las autoridades a los revolucionarios; persecución a
personas calificadas como fascistas; listas negras de funcionarios; destrucción
de periódicos, sedes de partidos y otros lugares considerados derechistas;
profanaciones e incendios de iglesias y conventos; ocupaciones de fincas,
incautaciones de fábricas y minas; robos y quemas de cosechas; saqueos, descarrilamientos,
bombas, tiroteos, palizas, linchamientos, vejaciones, mutilaciones, asesinatos…
Con
letras de sangre pasaron a los anales las dos relaciones que hizo Calvo Sotelo
en el Parlamento, nunca desmentidas por el Gobierno del Frente Popular. En la
primera (15 de abril) recopiló los hechos sucedidos desde el 16 de febrero,
victoria del Frente Popular en la primera vuelta de las elecciones, hasta el 1
de abril: 58 asaltos y destrozos en centros políticos; 72 en establecimientos
públicos y privados; 33 en domicilios particulares; 36 en iglesias; total de
asaltos y destrozos, 199; 12 incendios en centros políticos; 45 en
establecimientos públicos y privados; 15 en domicilios particulares; 106 en
iglesias, 56 de ellas completamente destrozadas; 11 huelgas generales; 39
tiroteos; 65 agresiones; 24 atracos; 345 heridos; y 74 muertos. En su segunda intervención
(6 de mayo) recopiló lo sucedido desde el 1 de abril hasta el 4 de mayo: 47
muertos; 216 heridos; 38 huelgas; 53 bombas; 52 incendios, en su mayor parte de
iglesias; y 99 atracos, atentados y agresiones. Según palabras de su adversaria
la republicana Clara Campoamor “aquel acto le costaría la vida”.
Todavía
faltaban dos meses para su secuestro y asesinato por un grupo de policías y
matones del círculo de confianza del dirigente socialista Indalecio Prieto, y
el estallido de la guerra, momento en el que cayeron las pocas barreras que
quedaban. Si bien las destrucciones se extendieron por doquier, la víctima
principal fue una Iglesia católica en la que la propaganda izquierdista
personificó todos los males que aquejaban a España desde siglos atrás. El 18 de
agosto de 1936, un mes después del alzamiento, la moderada Izquierda
Republicana de Azaña proclamaba en su órgano Política que “casi todos esos
monumentos cuya caída deploramos son calabozos donde se ha consumido durante
siglos el alma y el cuerpo de la humanidad”. Sus aliados socialistas,
comunistas y anarquistas no se anduvieron con remilgos. Por ejemplo, tres días
antes, Solidaridad Obrera, órgano de expresión de la anarquista CNT, había
publicado estos párrafos:
En
España, la religión se ha manchado siempre con la sangre de los inocentes (…)
Los ensotanados han corrompido todos los hogares. En los confesionarios traman
las artimañas más vergonzosas (…) Pero no se reducen las aberraciones
religiosas a los crímenes más horrendos y a los actos de una moral pervertida
(…) La burocracia eclesiástica es un nido de sátrapas. Nunca han defendido a
los menesterosos (…) Sus bienes están mal adquiridos. Los han robado. Viven del
chantaje puro. Arrebatan las chiquillas de los hogares. Envenenan a la
juventud. Han estafado a la nación (…) La Iglesia ha de desaparecer para
siempre. Los templos no servirán más para favorecer las alcahueterías más
inmundas. Se han terminado las pilas de agua bendita (…) No existen covachuelas
católicas. Las antorchas del pueblo las han pulverizado. En su lugar renacerá
un espíritu libre que no tendrá nada de común con el masoquismo que se incuba
en las naves de las catedrales. Pero hay que arrancar la Iglesia de cuajo. Para
ello es preciso que nos apoderemos de todos sus bienes que por justicia
pertenecen al pueblo. La Órdenes religiosas han de ser disueltas. Los obispos y
cardenales han de ser fusilados. Y los bienes eclesiásticos han de ser
expropiados.
Pero
no fue a la expropiación a lo que se dedicaron los izquierdistas, sino a la
destrucción y la muerte: 6.832 religiosos asesinados en menos de tres años;
trece obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 frailes y 283 monjas, a los que hay que
sumar muchos miles más de seglares que fueron asesinados por ser católicos. En
suma, la mayor masacre de cristianos de la historia, superior a las persecuciones
romanas, la Revolución Francesa y la Rusa tanto en cantidad como en ferocidad,
puesto que muchos de ellos murieron tras tortura: apaleados, descuartizados,
ahogados, enterrados vivos, quemados, toreados o arrojados a los leones de la
casa de fieras del Retiro.